ADIVINANZAS


Galàn caballero,
chaleco blanco,
negro sombrero.
         ( El tero)


Dos arquitas de cristal
que se abren y se cierran
sin rechinar.
         ( Los ojos)


Con el pico picoteo,
con la cola tironeo.
         ( La aguja)


¿Què es, què es:
del tamaño de una nuez;
sube la cuesta
y no tiene pies?
         ( El caracol)


Dos enanitos
bien chiquititos,
que al envejecerse
abren los ojitos.
         ( Los zapatos)


Una casa chiquita y blanquita
sin puerta ni ventanitas.
         ( El huevo)


Salta que salta
y la colita le falta.
          ( El sapo)


¿Quièn es este que se arrima
trayendo su rancho encima?
          ( El caracol)


Poncho duro por arriba,
poncho duro por abajo.
Patitas cortas,
cortito el paso.
          (La tortuga)


Entre pared y pared
hay una flor colorada:
llueva o no llueva,
siempre esta mojada.
          (La lengua)


Vestidos todos de negro,
venìan dos caballeros;
uno al otro se decìan:
-¡Yo primero! ¡Yo primero!
       (Los zapatos)


Tengo traje verde
todo arrugadito,
lo lavo en los charcos,
lo seco al solcito.
         (El sapo)


¿Què cosa, què cosa es?
Cuanto màs grande
menos se ve.
          (La oscuridad)


Una cajita redonda,
blanca como el azahar;
se abre muy fàcilmente
y no se puede cerrar.
         (El huevo)


Tiene ojos de gato y no es gato;
orejas de gato y no es gato;
pies de gato y no es gato;
rabo de gato y no es gato.
           (La gata)


Mi compañerita y yo
andamos en un compàs,
con el pico hacia adelante
y los ojos por atràs.
        (Las tijeras)


Es su madre tartamuda
y su padre buen cantor;
tiene el vestidito blanco
y amarillo el corazòn.
         (El huevo)


Una casita con dos ventaniscos,
que si la miras te pones bizco.
         (La nariz)


¿Quìen es, quìen es
el que bebe por los pies?
         (El àrbol)


A pesar de tener patas
yo no me puedo mover;
llevo la comida encima
y no la puedo comer.
        (La mesa)

Leyenda del hueco del Diablo

Extraído, con autorización de su autora y sus editores, del libro Se me pianta un lagrimón / Pobre mariposa (Buenos Aires, Ediciones del Cronopio Azul, 1994. Colección Frente y dorso)
Cuentan que el diablo estaba harto de navegar encerrado en una botella. Pero esperaba que se le diera la buena porque sabía que siempre que llovió, escampó.
Y así fue. Un día la botella se hizo pedazos en una roca y el diablo salió como loco haciendo tumbacabezas.
Enseguida se puso a buscar un buen lugar para vivir. Era pretencioso y haragán, quería verlo todo desde arriba y que lo transportaran, lo cuidaran.
Cuando vio pasar a la hermosa muchacha, no dudó más. Se le prendió como un abrojo en el pelo. Imposible de desenredar. Se acomodó muy contento sobre la espalda y así andaba, de patas cruzadas.
Criticaba todo lo que veía, decía groserías a los demás y se tiraba pedos con el mayor desparpajo.
La muchacha vivía llena de rabia y de vergüenza, sin poder sacárselo de encima. Trató de ocultarlo, de esconderse, de parar el planeta, pero todo fue inútil.
El diablo le comía la comida, le enturbiaba el agua y se le metía en los sueños.
Entonces la muchacha decidió hacer huelga de soledad. Se recluyó durante mucho tiempo dispuesta a no comer ni hacer nada de nada.
El diablo se las vio feas porque si había algo insoportable para él era el hambre. Tuvo tanta hambre que le crujía el estómago y, berreando lastimeramente, se lo contó a la muchacha.
Le contó que tenía un hueco en el estómago. Un hueco que le dolía mucho.
—Ay Ay Ay —dijo ella—. Veremos qué se puede hacer.
Y se puso a pensar durante un rato largo.
—Hay que vomitar —dijo por fin—. Vomitá, vamos.
El diablo se puso los dedos en la garganta con temor. Entre arcadas, vomitó sobre la tierra.
Ella miró con gesto de asco y vio que había vomitado el hueco. Era un círculo hondo, muy hondo, la boca de una bolsa sin final. La pura oscuridad.
Miró al diablo. Estaba pálido, pero daba ínfimas señales de reponerse con celeridad de diablo.
Ella pensó que no había tiempo que perder.
Venciendo el miedo se asomó al hueco y miró muy interesada. —Así debe ser estar ciego —se dijo aturdida por los oscuro.
El aturdimiento le dio la idea. Miró al diablo de reojos.
—Oh —gritó, fingiendo sorpresa.
—¿Qué? —preguntó el diablo, inquieto.
—Hay... se ve...
Su voz temblaba y sintió que la tensión la hacía balancerse en el borde. Pero bien valía la pena el riesgo.
—Nunca me imaginé —siguió diciendo mientras se inclinaba hacia el hueco—. Nunca, nunca me imaginé que vería esto.
—¿Qué? —dijo el diablo inquieto—. ¿Qué ves en mi hueco? —y se precipitó hacia el borde como queriendo proteger todo lo que allí existía.
Entonces ella se plantó sobre la tierra y con las palmas de las manos ensanchadas para que no le fallaran, dio un golpe firme sobre el diablo y lo perdió para siempre.
El llanto le surgió a borbotones y sin permiso, salpicó al hueco. Y la tierra volvió a quedar áspera y tersa como de costumbre.

Monigote en la Arena

La arena estaba tibia y jugaba a cambiar de colores cuando la soplaba el viento. Laurita apoyó la cara sobre un montoncito y le dijo:
—Por ser tan linda y amarilla te voy a dejar un regalo —y con la punta del dedo dibujó un monigote de seda y se fue.
Monigote quedó solo, muy sorprendido. Oyó como cantaban el agua y el viento. Vio las nubes acomodándose una al lado de la otra para formar cuadros pintados. Vio las mariposas azules que cerraban las alas y se ponían a dormir sobre los caracoles.
—Hola —dijo monigote, y su voz sonó como una castañuela de arena.
El agua lo oyó y se puso a mirarlo encantada.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —dijo preocupada y dio dos pasos hacia atrás para no mojarlo—. ¡Qué monigote más lindo, tenemos que cuidarte!
—¿Qué? ¿Es que puede pasarme algo malo? —preguntó monigote tirándose de los botones como hacía cuando se ponía nervioso.
—Glubi glubi, monigote en la arena es cosa que dura poco —repitió el agua, y se fue a a avisar a las nubes que había un nuevo amigo pero que se podía borrar.
—Flu flu —cantaron las nubes—, monigote en la arena es cosa que dura poco. Vamos a preguntar a las hojas voladoras cómo podemos cuidarlo.
Monigote seguía tirándose los botones y estaba tan preocupado que ni siquiera probó los caramelitos de flor de durazno que le ofrecieron las hormigas.
—Crucri crucri —cantaron las hojas voladoras—. Monigote en la arena es cosa que dura poco. ¿Qué podemos hacer para que no se borre?
El agua tendió lejos su cama de burbujas para no mojarlo. Las nubes se fueron hasta la esquina para no rozarlo. Las hojas no hicieron ronda. La lluvia no llovió. Las hormigas hicieron otros caminos.
Monigote se sintió solo solo solo.
—No puede ser —decía con su vocecita de castañuela de arena—, todos me quieren pero porque me quieren se van. Así no me gusta.
Hizo "cla cla cla" para llamar a las hojas voladoras.
—No quiero estar solo —les dijo—, no puedo vivir lejos de los demás, con tanto miedo. Soy un monigote de arena. Juguemos, y si me borro, por lo menos me borraré jugando.
—Crucri crucri —dijeron las hojas voladoras sin saber qué hacer.
Pero en eso llegó el viento y armó un remolino.
—¿Un monigote de arena? —silbó con alegría—. Monigote en la arena es cosa que dura poco. Tenemos que hacerlo jugar.
"Cla cla cla", hizo monigote porque el remolino era como una calesita.
Las hojas voladoras se colgaron del viento para dar vueltas.
El agua se acercó tocando su piano de burbujas.
Las nubes bajaron un poquito, enhebradas en rayos de sol.
Monigote jugó y jugó en medio de la ronda dorada, y rió hasta el cielo con su voz de castañuela.
Y mientras se borraba siguió riendo, hasta que toda la arena fue una risa que juega a cambiar de colores cuando la sopla el viento.